Fuente original de Plaza Venezuela, Caracas (el conjunto escultórico central actualmente se encuentra en el parque Los Caobos) |
Siendo hoy 22 de marzo Día Mundial del Agua, quiero compartir con ustedes un extraordinario cuento, escrito en forma de crónica periodística por Gabriel García Márquez publicado en el año 1958 en la revista "Momento". No sé si ese año hubo una situación grave en materia de agua, sí que fue año de “Niño”. Lo que si estoy seguro es que luego de 58 años nuestra situación sigue siendo tan precaria como la que contó de manera magistral el Gabo.
Tengo la esperanza que en poco tiempo en Venezuela tengamos autoridades verdaderamente competentes que se tomen en serio el trabajo de hacer gestión hídrica integral, que entiendan que los fenómenos meteorológicos son parte normal de la variabilidad ambiental de nuestro planeta y que el cambio climático es una amenaza verdadera y no un tema para jugar a la guerra fría.
Y tan importante como lo anterior que podamos comprender que también es nuestra conciencia y responsabilidad, tal como varias veces nos interpela García Márquez en su casi premonitoria narración.
Caracas sin agua - Gabriel García Márquez
Después de escuchar el boletín radial de las 7 de la mañana,
Samuel Burkart, un ingeniero alemán que vivía solo en un pent-house de la
avenida Caracas, en San Bernardino, fue al abasto de la esquina a comprar una
botella de agua mineral para afeitarse. Era el 6 de junio de 1958. Al contrario
de lo que ocurría siempre desde cuando Samuel Burkart llegó a Caracas, 10 años
antes, aquella mañana de lunes parecía mortalmente tranquila. De la cercana
avenida Urdaneta no llegaba el ruido de los automóviles ni el estampido de las
motonetas. Caracas parecía una ciudad fantasma. El calor abrasante de los
últimos días había cedido un poco, pero en el cielo alto, de un azul denso, no
se movía una sola nube. En los jardines de las quintas, en el islote de la
Plaza de la Estrella, los arbustos estaban muertos. Los árboles de las
avenidas, de ordinario cubiertos de flores rojas y amarillas en esa época del
año, extendían hacia el cielo sus ramazones peladas.
Samuel Burkart tuvo que hacer cola en el abasto para ser
atendido por los dos comerciantes portugueses que hablaban con la clientela de
un mismo tema, el tema único de los últimos cuarenta días que esa mañana había
estallado en la radio y en los periódicos como una explosión dramática: el agua
se había agotado en Caracas. La noche anterior se habían anunciado las
drásticas restricciones impuestas por el INOS a los últimos 100.000 metros
cúbicos almacenados en el dique de La Mariposa. A partir de esa mañana, como
consecuencia del verano más intenso que había padecido Caracas después de 79 años,
había sido suspendido el suministro de agua. Las últimas reservas se destinaban
a los servicios estrictamente esenciales. El gobierno estaba tomando desde
hacía 24 horas disposiciones de extrema urgencia para evitar que la población
pereciera víctima de la sed. Para garantizar el orden público se habían tomado
medidas de emergencia que las brigadas cívicas constituidas por estudiantes y
profesionales se encargarían de hacer cumplir.
Las ediciones de los periódicos reducidas a cuatro páginas,
estaban destinadas a divulgar las instrucciones oficiales a la población civil
sobre la manera como debía proceder para superar la crisis y evitar el pánico.
A Burkart no se le había ocurrido una cosa: sus vecinos
tuvieron que preparar el café con agua mineral, le anunció que la venta de
jugos de frutas y gaseosas estaba racionada por orden de las autoridades. Cada
cliente tenía derecho a una cuota límite de una lata de jugo de fruta y una
gaseosa por día, hasta nueva orden. Burkart compró una lata de jugo de naranja y
se decidió por una botella de limonada para afeitarse. Sólo cuando fue a
hacerlo descubrió que la limonada corta el jabón y no produce espuma. De manera
que declaró definitivamente el estado de emergencia y se afeitó con jugo de
duraznos.
Primer anuncio de cataclismo: Una señora riega el jardín Con
su cerebro alemán perfectamente cuadriculado y sus experiencias de guerra,
Samuel Burkart sabía calcular con la debida anticipación el alcance de una
noticia. Eso era lo que había hecho, tres meses antes, exactamente el 26 de
marzo, cuando leyó en un periódico la siguiente información: “En La Mariposa
sólo queda agua para 16 días”.
La capacidad normal del dique de La Mariposa, que surte de
agua a Caracas es de 9.500.000 metros cúbicos. En esa fecha a pesar de las
reiteradas recomendaciones del INOS para que se economizara el agua, las
reservas estaban reducidas a 5.221.854 metros cúbicos. Un meteorólogo declaró a
la prensa, en una entrevista no oficial que no llovería antes de junio. Pocas
semanas después el suministro de agua se redujo a una cuota que era ya
inquietante, a pesar de que la población no le dio la debida importancia:
130.000 metros cúbicos diarios.
Al dirigirse a su trabajo, Samuel Burkart saludaba a una
vecina que se sentaba en su jardín desde las 8 de la mañana a regar la hierba.
En cierta ocasión le habló de la necesidad de economizar agua. Ella, embutida
en una bata de seda con flores rojas, se encogió de hombros. “Son mentiras de
los periódicos para meter miedo —replicó—. Mientras haya agua yo regaré mis
flores.” El alemán pensó que debía dar cuenta a la policía, como lo hubiera
hecho en su país, pero no se atrevió porque pensaba que la mentalidad de los
venezolanos era completamente distinta de la suya. A él también le había
llamado la atención que las monedas en Venezuela son las únicas que no tienen
escrito su valor y pensaba que aquello podía obedecer a una lógica inaccesible
para un alemán. Se convenció de eso cuando advirtió que algunas fuentes
públicas, aunque no las más importantes, seguían funcionando cuando los
periódicos anunciaron, en abril, que las reservas de agua descendían a razón de
150.000 metros cúbicos cada 24 horas. Una semana después se anunció que se
estaban produciendo chaparrones artificiales en las cabeceras del Tuy —la fuente
vital de Caracas— y que eso había ocasionado un cierto optimismo en las
autoridades. Pero a fines de abril no había llovido. Los barrios pobres
quedaron sin agua. En los barrios residenciales se restringió el agua a una
hora por día. En su oficina, como no tenía nada que hacer, Samuel Burkart
utilizó su regla de cálculo para descubrir que si las cosas seguían como hasta
entonces habría agua hasta el 22 de mayo. Se equivocó, tal vez por un error en
los datos publicados en los periódicos. A fines de mayo el agua seguía
restringida, pero algunas amas de casa insistían en regar sus matas. Incluso en
un jardín, escondido entre los arbustos, vio una fuente minúscula, abierta
durante la hora en que se suministraba el agua. En el mismo edificio donde él
vivía, una señora se vanagloriaba de no haber prescindido de su baño diario en
ningún momento. Todas las mañanas recogía agua en todos los recipientes
disponibles. Ahora, intempestivamente, a pesar de que había sido anunciada con
la debida anticipación, la noticia estallaba a todo lo ancho de los periódicos.
Las reservas de La Mariposa alcanzaban para 24 horas. Burkart que tenía el
complejo de la afeitada diaria, no pudo lavarse ni siquiera los dientes. Se
dirigió a la oficina, pensando que tal vez en ningún momento de la guerra, ni
aun cuando participó en la retirada del AfricaKorp, en pleno desierto, se había
sentido de tal modo amenazado por la sed.
En las calles, las ratas mueren de sed. El gobierno pide
serenidad.
Por primera vez en 10 años, Burkart se dirigió a pie a su
oficina, situada a pocos pasos del Ministerio de Comunicaciones. No se atrevió
a utilizar su automóvil por temor a que se recalentara. No todos los habitantes
de Caracas fueron tan precavidos. En la primera bomba de gasolina que encontró
había una cola de automóviles y un grupo de conductores vociferantes,
discutiendo con el propietario. Habían llenado sus tanques de gasolina con la
esperanza que se les suministrara agua como en los tiempos normales. Pero no
había nada que hacer. Sencillamente no había agua para los automóviles. La
avenida Urdaneta estaba desconocida: no más de 10 vehículos a las 9 de la
mañana. En el centro de la calle, había unos automóviles recalentados,
abandonados por los propietarios. Los bares y restaurantes no abrieron sus
puertas. Colgaron un letrero en las cortinas metálicas: “Cerrado por falta de
agua”. Esa mañana se había anunciado que los autobuses prestarían un servicio
regular en las horas de mayor congestión. En los paraderos, las colas tenían
varias cuadras desde las 7 de la mañana. El resto de la avenida un aspecto
normal, con sus aceras, pero en los edificios no se trabajaba: todo el mundo
estaba en las ventanas. Burkart preguntó a un compañero de oficina, venezolano,
qué hacía toda la gente en las ventanas, y él le respondió:
—Están viendo la falta de agua.
A las 12, el calor se desplomó sobre Caracas. Sólo entonces
empezó la inquietud. Durante toda la mañana, camiones del INOS con capacidad
hasta para 20.000 litros repartieron agua en los barrios residenciales. Con el
acondicionamiento de los camiones cisternas de las compañías petroleras, se
dispuso de 300 vehículos para transportar agua hasta la capital. Cada uno de
ellos, según cálculos oficiales, podía hacer hasta 7 viajes al día. Pero un
inconveniente imprevisto obstaculizó los proyectos: las vías de acceso se
congestionaron desde las 10 de la mañana. La población sedienta, especialmente
en los barrios pobres, se precipitó sobre los vehículos cisternas y fue preciso
la intervención de la fuerza pública para restablecer el orden. Los habitantes
de los cerros, desesperados, seguros de que los camiones de abastecimiento no
podían llegar hasta sus casas, descendieron en busca de agua. Las camionetas de
las brigadas universitarias, provistas de altoparlantes, lograron evitar el
agua. A las 12.30 el Presidente de la Junta de Gobierno, a través de la Radio
Nacional, la única cuyos programas no habían sido limitados, pidió serenidad a
la población, en un discurso de 4 minutos. En seguida, en intervenciones muy
breves, hablaron los dirigentes políticos, un representante del Frente
Universitario y el Presidente de la Junta Patriótica. Burkart, que había
presenciado la revolución popular contra Pérez Jiménez, cinco meses antes,
tenía una experiencia: el pueblo de Caracas es notablemente disciplinado. Sobre
todo, es muy sensible a las campañas coordinadas de radio, prensa, televisión y
volantes. No le cabía la menor duda de que ese pueblo sabría responder también
a aquella emergencia. Por eso lo único que le preocupaba en ese momento era su
sed. Descendió por las escaleras del viejo edificio donde estaba situada su
oficina y en el descanso encontró una rata muerta. No le dio ninguna
importancia. Pero esa tarde cuando subió al balcón de su casa a tomar fresco
después de haber consumido un litro de agua que le suministró el camión
cisterna que pasó por su casa a las 2, vio un tumulto en la Plaza de la
Estrella. Los curiosos asistían a un espectáculo terrible: de todas las casas,
salían animales enloquecidos por la sed.
Gatos, perros, ratones, salían a la calle en busca de alivio
para sus gargantas resecas. Esa noche a las 10, se impuso el toque de queda. En
el silencio de la noche ardiente sólo se escuchaba el ruido de los camiones del
aseo, prestando un servicio extraordinario: primero en las calles y luego en el
interior de las casas, se recogían los cadáver de los animales muertos de sed.
Huyendo hacia Los Teques. Una multitud muere de insolación.
48 horas después de que la sequía llegó a su punto
culminante, la ciudad quedó completamente paralizada. El gobierno de los
Estados Unidos envió, desde Panamá, un convoy de aviones cargados con tambores
de agua. Las Fuerzas Aéreas Venezolanas y las compañías comerciales, que
prestan servicio en el país, sustituyeron sus actividades normales por un
servicio extraordinario de transporte de agua. Los aeródromos de Maiquetía y La
Carlota fueron cerrados al tráfico internacional y destinados exclusivamente a
esa operación de emergencia. Pero cuando se logró organizar la distribución
urbana, el 30% del agua transportada se había evaporado a causa del calor
intenso. En las Mercedes y en Sabana Grande, la policía incautó, el 7 de junio
en la noche, varios camiones piratas, que llegaron a vender clandestinamente el
litro de agua hasta a 20 bolívares. En San Agustín del Sur, el pueblo dio
cuenta de otros dos camiones piratas, y repartió su contenido, dentro de un
orden ejemplar, entre la población infantil. Gracias a la disciplina y el sentido
de solidaridad del pueblo, en la noche del 8 de junio no se había registrado ninguna
víctima de la sed. Pero desde el atardecer, un olor penetrante invadió las calles
de la ciudad. Al anochecer, el olor se había hecho insoportable. Samuel Burkart
descendió a la esquina con la botella vacía, a las 8 de la noche, e hizo una ordenada
cola de media hora para recibir su litro de agua de un camión cisterna conducido
por boy-scouts. Observó un detalle: sus vecinos, que hasta entonces habían
tomado las cosas un poco a la ligera, que habían procurado convertir la crisis en
una especie de carnaval, empezaban a alarmarse seriamente. En especial a causa
de los rumores. A partir de mediodía, al mismo tiempo que el mal olor, una ola
de rumores alarmistas se habían extendido por todo el sector. Se decía que a
causa de la terrible sequedad, los cerros vecinos, los parques de Caracas,
comenzaban a incendiarse. No habría nada que hacer cuando se desencadenara el
fuego. El cuerpo de bomberos no dispondría de medios para combatirlo. Al día
siguiente, según anuncio de la Radio Nacional, no circularían periódicos. Como
las emisoras de radio habían suspendido sus emisiones y sólo podían escucharse
tres boletines diarios de la Radio Nacional, la ciudad estaba, en cierta
manera, a merced de los rumores. Se transmitían por teléfono y en la mayoría de
los casos eran mensajes anónimos. Burkart había oído decir esa tarde que
familias enteras estaban abandonando a Caracas. Como no había medios de
transporte el éxodo se intentaba a pie, en especial hacia Maracay. Un rumor
aseguraba que esa tarde, en la vieja carretera de Los Teques, una muchedumbre
empavorecida que trataba de huir de Caracas había sucumbido a la insolación.
Los cadáveres expuestos al aire libre, se decía, eran el origen del mal olor.
Burkart encontraba exagerada aquella explicación, pero advirtió que, por lo
menos en su sector, había un principio de pánico.
Una camioneta del Frente Estudiantil se detuvo junto al
camión cisterna. Los curiosos se precipitaron hacia ella, ansiosos de confirmar
los rumores. Un estudiante subió a la capota y ofreció responder, por turnos, a
todas las preguntas. Según él, la noticia de la muchedumbre muerta en la
carretera de Los Teques era absolutamente falsa. Además, era absurdo pensar que
ese fuera el origen de los malos olores. Los cadáveres no podían descomponerse
hasta ese grado en cuatro o cinco horas. Se aseguró que los bosques y parques
estaban colaborando en una forma heroica y que dentro de pocas horas llegaría a
Caracas, procedente de todo el país, una cantidad de agua suficiente para garantizar
la higiene. Se rogó transmitir por teléfono estas noticias, con la advertencia
de que los rumores alarmantes eran sembrados por elementos perezjimenistas.
En el silencio total, falta un minuto para la hora cero.
Samuel Burkart regresó a su casa con un litro de agua a las
6.45, con el propósito de escuchar el boletín de la Radio Nacional, a las 7.
Encontró en su camino a la vecina que, en abril, aún regaba las flores de su
jardín. Estaba indignada contra el INOS, por no haber previsto aquella situación.
Burkart pensó que la irresponsabilidad de su vecina no tenía límites.
—La culpa es de la gente como usted, dijo, indignado. El
INOS pidió a tiempo que se economizara el agua. Usted no hizo caso. Ahora
estamos pagando las consecuencias.
El boletín de la Radio Nacional se limitó a repetir las
informaciones suministradas por los estudiantes. Burkart comprendió que la
situación estaba llegando a su punto crítico. A pesar de que las autoridades
trataban de evitar la desmoralización, era evidente que el estado de cosas no
era tan tranquilizador como lo presentaban las autoridades. Se ignoraba un
aspecto importante: la economía. La ciudad estaba totalmente paralizada. El
abastecimiento había sido limitado y en las próximas horas faltarían los
alimentos. Sorprendida por la crisis, la población no disponía de dinero
efectivo. Los almacenes, las empresas, los bancos, estaban cerrados. Los
abastos de los barrios empezaban a cerrar sus puertas a falta de surtido: las
existencias habían sido agotadas. Cuando Burkart cerró el radio comprendió que
Caracas estaba llegando a su hora cero.
En el silencio mortal de las 9 de la noche, el calor subió a
un grado insoportable, Burkart abrió puertas y ventanas pero se sintió
asfixiado por la sequedad de la atmósfera y por el olor, cada vez más
penetrante. Calculó minuciosamente su litro de agua y reservó cinco centímetros
cúbicos para afeitarse el día siguiente. Para él, ese era el problema más
importante: la afeitada diaria. La sed producida por los alimentos secos
empezaba a hacer estragos en su organismo. Había prescindido, por recomendación
de la Radio Nacional de los alimentos salados. Pero estaba seguro de que el día
siguiente su organismo empezaría a dar síntomas de desfallecimiento. Se desnudó
por completo, tomó un sorbo de agua y se acostó boca abajo en la cama ardiente,
sintiendo en los oídos la profunda palpitación del silencio. A veces, muy
remota, la sirena de una ambulancia rasgaba el sopor del toque de queda.
Burkart cerró los ojos y soñó que entraba en el puerto de Hamburgo, en un barco
negro, con una franja blanca pintada en la borda, con pintura luminosa. Cuando
el barco atracaba, oyó, lejana, la gritería de los muelles. Entonces despertó
sobresaltado. Sintió, en todos los pisos del edificio, un tropel humano que se precipitaba
hacia la calle. Una ráfaga cargada de agua tibia y pura, penetró por su
ventana. Necesitó varios segundos para darse cuenta de lo que pasaba: llovía a
chorros
Efectivamente, la sequía a la que Gabriel García Márquez (1973) se refería en su relato de 1958 se debió al fenómeno de EL NIÑO de 1957-1959, calificado por Quinn & Neal (1987) y Gergis & Fowler (2009) como fuerte.
ResponderEliminarMás sobre las sequías históricas en Venezuela y su relación con EL NIÑO en:
https://www.researchgate.net/publication/281462067_The_El_Nino_phenomenon_in_the_history_of_Venezuela
Referencias:
García Márquez, G. (1973). Caracas sin agua. En: Cuando era feliz e indocumentado. Ediciones El Ojo del Camello. Caracas; pp.103-110.
Gergis, J.L., Fowler, A.M. (2009). A history of ENSO events since A.D. 1525: Implications for future climate change. Climatic Change 92, 343-387.
Quinn, W.H., Neal, V.T. (1987). El Niño occurrences over the past four and a half centuries. Journal of Geophysical Research 92 (C13), 14449-14461.
Dr. Marcos A. Peñaloza-Murillo
Universidad de los Andes
Facultad de Ciencias
Mérida.-
Alejandro gracias por traernos este cuento crónica de el Gabo. Premonitorio.
ResponderEliminarAlejandro gracias por traernos este cuento crónica de el Gabo. Premonitorio.
ResponderEliminarEste cuento es buenísimo. Gracias por publicarlo Alejandro! Muy crítica la percepción del Gabo acerca del comportamiento del venezolano promedio.
ResponderEliminarahorren agua metiendo botellas de vidrio llenas de agua en su tanque de la poceta, y asi cada vez q bajan el agua se ahorran esos litros de agua, y asi logramos q se ahorren muchos si muchos hacemos esto.
ResponderEliminarHola mi estimado Alejandro. A pesar que leí ese libro no recordaba el cuento, gracias por colocarlo, parecido a lo que estamos sufriendo hoy.
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